La muerte ajena nos pilla siempre por sorpresa, aunque la esperes, que no era el caso. Sé que en el precipio de la depresión hay frases que no deben pronunciarse una vez que se ha alcanzado la roca. Hay que anclanrse en ella hasta estar cómodo, ir agarrándose a sus huecos, hacer solemne cada centímetro recorrido y no volver la cabeza. Mirar hacia arriba, sólo hacia arriba. Y no volver la cabeza. Y no dejar que la cabeza se vuelva. Y evitar que la cabeza se ponga en funcionamiento. Pero la vida no es una cabeza. La vida, de hecho, es ingobernable y va a su aire. A veces se apaga. Hoy se ha apagado una vida. Una más. Y sé que no debo dejar que la cabeza se vuelva hacia lado en el que se ven claros, inmóviles y sonrientes los argumentos que pueden llevar a una cabeza a entender que el precipio es el único camino posible.
Lo siento P., siento que te hayas ido a pesar de tu lucha, tu valentía y tu fe. Es obvio que no es justo. Ojalá al otro lado exista eso que te ha dado la fuerza para resistir tantos años. Ojalá exista y estés allí sana y en calma. Amén.
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